sábado, 11 de enero de 2014

EL BAUTISMO DEL SEÑOR, FIESTA CON LA QUE PONEMOS FIN AL TIEMPO DENAVIDAD

El tiempo de Navidad termina con la fiesta del Bautismo del Señor. “Bautizar” significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”. Con su Bautismo, Jesús lleva a cabo esta “inmersión”, que anticipa su muerte en la cruz, y se deja contar entre los pecadores para darnos, a los pecadores, un nuevo comienzo por el agua y el Espíritu Santo: “Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado” (Benedicto XVI, 13.1.2008).
Los signos prodigiosos que acompañan el Bautismo de Jesús en el Jordán manifiestan el misterio del nuevo Bautismo. El cielo, que el pecado de Adán había cerrado, se abre, porque el sacramento del Bautismo perdona todos los pecados, sin que permanezca nada que impida al hombre la unión con Dios. El Espíritu Santo se posa sobre Jesús y, desde Jesús, mana para todos los hombres como aliento divino que nos hace criaturas nuevas. La voz que proviene del cielo y que reconoce a Jesús como el Hijo, el amado, el predilecto, muestra la complacencia del Padre, que nos adopta como hijos suyos por la gracia: “Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios” (San Hilario).
Meditar sobre el Bautismo del Señor constituye una ocasión propicia para tomar conciencia de nuestra condición de bautizados, de discípulos de Cristo, a quien debemos escuchar y seguir, colaborando con nuestra respuesta libre a la acción de la gracia: “El bautismo seguirá siendo durante toda la vida un don de Dios, el cual ha grabado su sello en nuestra alma. Pero luego requiere nuestra cooperación, la disponibilidad de nuestra libertad para decir el „sí‟ que confiere eficacia a la acción divina” (Benedicto XVI, 7.1.2007).
Por el Bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real. Toda nuestra existencia debe convertirse en un sacrificio espiritual agradable a Dios, un sacrificio que se manifiesta en una conducta santa. Al igual que Jesús, que se somete enteramente a la voluntad del Padre, también nosotros debemos identificar, día a día, nuestra voluntad con la voluntad de Dios, transformando el egoísmo en entrega, el afán de dominio en servicio. En medio del mundo y de sus problemas, estamos llamados a anunciar a Jesucristo, Palabra de salvación para todos, creyentes y no creyentes. Venciendo en nosotros mismos el reino del pecado, construiremos una sociedad más justa, más amable y acorde con el Reinado de Dios.
Incorporados a la Iglesia, pasamos a ser miembros de la familia de Dios. Nuestra conciencia de bautizados es inseparable de nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia: “La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y hermanas en la gran familia de los cristianos. Y sólo podemos decir „Padre nuestro‟, dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la Iglesia. Esta oración supone siempre el "nosotros" de la familia de Dios” (Benedicto XVI, 7.1.2007).
Que el Señor, que nos ha bendecido con el sacramento del Bautismo, nos conceda la perseverancia continua en el cumplimiento de su voluntad.