FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Palabra de Dios:
Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel
tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus
discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de
los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en
herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque
ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los
perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los
Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y
digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los
cielos».
<<Te alabamos Señor>>
Meditación:
Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el
“credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los
santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la
vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a
quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en
comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque
ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el
amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al
mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El
amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto,
no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo
por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con
la práctica del amor fraterno.
Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos
que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que
nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a
sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.
Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han
existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e
intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de
Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan
con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt
5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que
podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a
reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna
solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49).
Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la
alegría y a la fiesta.
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